¿Somos ciudadanos o somos súbditos de nuestros gobernantes?
Publio Cornelio Escipión fue un general romano que finalmente, tras años de sufrimiento, venció a Aníbal en la batalla de Zama, en suelo africano, por lo que recibió el sobrenombre de “Africanus”. Durante su época de cónsul en Roma, elegido democráticamente, Escipión solía acudir a un espectáculo importado de la culta Grecia que, a trancas y barrancas, se estaba abriendo paso en la “tosca” Roma: el teatro. Gustaba Escipión de acudir al teatro pero había una cosa que le incomodaba: en la tumultuosa Roma, la asistencia al espectáculo, aún poco organizado, del teatro implicaba aguantar colas, recibir empujones para coger buen sitio, tener que soportar el sudor de la muchedumbre, etc. Pues bien, Escipión ideó un método para evitarse todos esos inconvenientes: se hizo construir un palco donde, desde una ubicación privilegiada, disfrutaría del espectáculo sin sufrir las penurias anteriores.
El día que Escipión estrenó su palco ocurrió un acontecimiento singular: el pueblo de Roma, asombrado por el atrevimiento del cónsul, se indignó y reaccionó, procediendo a hacer abandonar el palco a Escipión para seguidamente derribar esa estructura. A partir de ese día Escipión, cada vez que acudía al teatro, tuvo que acomodarse como uno más entre el resto de los espectadores. Quedó claro que todos los ciudadanos eran iguales y que el cónsul estaba en su cargo para servir a sus conciudadanos, no para servirse del cargo.
Con el tiempo la República romana degeneró y dio paso al Imperio: ya no todos los ciudadanos eran libres e iguales sino que se convirtieron en súbditos de unos gobernantes que, desde un palco privilegiado, decidían sobre su vida o su muerte.
¿Cómo estamos más de dos milenios después? Nuestros políticos acuden casi a diario a espectáculos públicos (fútbol, teatro, toros, eventos, …) donde el resto de ciudadanos paga su entrada mientras ellos disfrutan de acceso gratuito a un palco privilegiado donde, además, son generalmente convidados a suculentos canapés regados por buen vino. ¿Por qué estos privilegios? Un político ha de ser un ciudadano más que, una vez haya realizado su trabajo diario, acuda si lo desea, como cualquier otro ciudadano, a cualquier espectáculo público ¡pero pagando su entrada y acomodándose entre el resto de conciudadanos! El cargo está para servir, no para servirse del cargo. ¿Somos ciudadanos o somos súbditos?
En realidad, lo de asistir con privilegios a los espectáculos públicos es una “minucia”, es algo simbólico… pero representativo de algo más importante: en muchas ocasiones los políticos se han constituido en una casta privilegiada que, aprovechándose del manejo de ingentes recursos públicos, incurren, además de en corrupciones tipificadas como delito, en favoritismos hacia las grandes empresas establecidas bien conectadas con el poder, todo ello en detrimento del resto de ciudadanos. No es por tanto nada extraño el trasvase entre cargos públicos y grandes empresas privadas donde reciben sueldos multimillonarios ¿como recompensa por los servicios prestados?
Hay que profundizar en la democracia, hay que limitar el poder de los políticos, hay que controlar minuciosamente su actuación, y para eso hay que tomar medidas, por ejemplo limitar sus privilegios, el acceso a las grandes empresas privadas o la limitación en el tiempo de ejercicio de los cargos públicos para evitar que algunos políticos se perpetúen en el poder estableciendo redes clientelares que benefician a unos pocos en perjuicio del resto de ciudadanos. Manejan mucho dinero, dinero que nos cuesta mucho ganar con el esfuerzo de nuestro trabajo para que luego permitamos que se dilapide. Hagamos que los políticos sean unos ciudadanos más, no unos privilegiados.
¿Somos todos iguales o unos “más iguales” que otros?
¡Derribemos los palcos, derribemos los privilegios!
P.S. Escipión, después de vencer al mayor enemigo de Roma, Aníbal, aquél que había aterrorizado a los romanos llegando a las puertas de la ciudad, fue a una misión en Asia, donde venció al temible ejercito de Antíoco. Se convirtió así en un héroe para el pueblo romano y en uno de los más grandes generales de la Antigüedad. Pero a su regreso a Roma fue acusado de “meter la mano en la caja”, es decir, de apropiarse de dinero público. Fue juzgado, desposeído de cargos públicos y condenado a la peor pena para un romano: se le prohibió pisar suelo romano y partió al exilio. Murió sin volver a Roma, casi olvidado y en soledad. Aquí y ahora no vamos a pedir que salgan del país los políticos que de una manera u otra “han metido la mano en la caja”, es decir, se han aprovechado del cargo en beneficio propio, ¿pero ni siquiera van a abandonar los cargos públicos?
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